lunes, 10 de enero de 2011

La muerte. Opinión de Rafael Carcelén


Por Rafael Carcelén
(Originalmente publicado en el semanario Valle de Elda)


La muerte


Alguien dijo que nada es seguro salvo morir y pagar impuestos. Por eso Epicuro sostuvo que ante la muerte “vivimos en una ciudad sin murallas”. Pues no hay fortaleza ni salvoconducto que de ella nos exima. Absolutamente desprotegido, este ser para la muerte (Heidegger) que es el hombre, no ha dejado nunca de preguntarse por su condición finita o por lo que nos pueda sobrevenir tras ella. Y ya el propio Epicuro consideraba irracional nuestro miedo a la muerte porque con ella nunca coincidimos: cuando ella está yo ya no estoy  y, a la inversa, si ella no está es porque yo aún soy.


¿Final o fin de la vida?. Los filósofos, según Montaigne, han entendido la muerte en uno u otro sentido. En su Ensayo XX, De cómo la filosofía es aprender a morir, subraya que para quienes morir es sólo el final de la vida, consideran que después de ella no hay nada. De ahí la despreocupación del francés  al pedir que, cuando llegue la muerte, lo encuentre “plantando coles, mas indiferente a ella y más aún a mi imperfecto jardín”. Para otros, como Platón, la vida no tiene un fin en sí misma sino como tránsito, y la muerte conlleva la separación del cuerpo y el alma y el acceso de ésta a otra vida superior e inmortal. En uno u otro caso, y ante la angustia o el temor, el saber y la experiencia acumulados ayudarán al hombre a entender y asumir su condición mortal, a vivir ante su no esquivable presencia en nuestra vida cotidiana. “Vivir es caminar breve jornada/ y muerte viva es, Lico, nuestra vida,/ ayer al frágil cuerpo amanecida,/ cada instante en el cuerpo sepultada,”, sentenció Quevedo. Y en ese monumento elegíaco a la muerte de su hijo que es Mortal y rosa, y que leí sobrecogido este verano, Umbral escribe que “la vida está dentro de la muerte como el hueso dentro de la fruta”.

Tengo por un tesoro desde hace unos años el libro de Poemas japoneses a la muerte. Escritos por monjes zen y poetas de haiku en el umbral de la muerte. Una antología que recoge una ancestral costumbre nipona consistente en escribir, a modo de legado, un breve poema cuando ya la muerte llama a nuestra puerta. En el ámbito de una poesía caracterizada por su concisión e intensidad, es apreciable la diversidad de tonos con que están escritos: de lo solemne a lo cómico, de lo simbólico a lo realista, de lo meditativo a lo irónico, predominan los textos donde la muerte es recibida con aceptación serena y con un sentimiento de cimera plenitud. Despojados y espontáneos, cuanto más se alejan de una elaborada artificiosidad, mayores son sus efectos emotivos y sobrecogedores.

Me gustaría acabar mostrándoles algunos de ellos: “La música del no ser/ llena el vacío:/ Sol de primavera,/ Blancura de nieve,/ Nubes que brillan,/ Viento transparente.”. Sublime. Comparen la serena gravedad de este poema  con la travesura del siguiente: “Cuando muera, enterradme/ en una taberna,/ bajo un tonel de vino./ Con suerte/ goteará”.  ¿Y qué me dicen de éste otro?: “Creía que viviría/ dos siglos, o tres./ Pero ya me llega la muerte,/ cuando soy un muchacho/ de apenas ochenta y cinco años”. Aunque diferentes, sorprende en todos ellos la desdramatización, la ausencia de temores o deseos con que es afrontada la muerte. Porque, como escribiera Fukaku en el siglo XVIII, “Vacío caparazón de cigarra:/ tal como venimos,/ desnudos, nos vamos”. O “ligeros de equipaje”, que diría Machado, reconocido admirador de la lírica japonesa. 



Rafael Carcelén es maestro de escuela en el CEIP Padre Manjón de  Elda. Poeta, lector apasionado y perpetuo observador, opina sobre la realidad que nos rodea, bien en su columna Entre col y col en el semanario Valle de Elda o en otros foros independientes y/ o alternativos.

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