e pregunto cuándo dejamos de sorprendernos aquí, en nuestra patria chica –cada cual en sus exactas coordenadas- por la inagotable presencia de indigentes habitando las calles. El ‘objeto’, por decirlo en términos lingüísticos, existió mucho antes que el nombre con el que hoy los conocemos: hubieron de pasar años y un proceso de apropiación del anglicismo, traducido literalmente sin gracejo alguno, para que los ‘sin techo’ empezaran a poblar las noticias de diarios y televisiones. El romántico concepto decimonónico de ‘pobre’ había quedado obsoleto, o al menos resultaba a todas luces insuficiente.
Muy a principios de los noventa, una docente universitaria del país explicaba como anécdota que en sus estancias académicas en las urbes norteamericanas jamás se había podido acostumbrar a esa presencia molesta y acusadora que, paradójicamente, resulta invisible para buena parte de conciudadanos, y que se había permitido defender ufanamente la superioridad de su patria –cuanto menos en eso- porque allí –o sea, aquí- hasta entonces ese fenómeno era inexistente. Probablemente aquel comentario vino motivado porque la indómita presencia en las calles empezaba ya a dejarse notar aquí también, más bien más que menos.
De eso hace ya dos décadas cumplidas, años que coincidieron con los últimos coletazos de la crisis de los ochenta, la ilusoria promesa de creación de los famosos 800.000 puestos de trabajo de Felipe González –el paro rondaba el 20%, como ahora, pero desentonábamos en la recién estrenada Europa de los 12; ahora continuamos desentonando, claro... pero por otros motivos- y el despegue para la gran burbuja de gilipollez-especulación-bonanza que trajeron los gobiernos Aznar del 96 en adelante. De aquellos barros vienen estos lodos.
Rajoy lo va a tener bonito para ganar las próximas elecciones, como bonito lo tuvo Zapatero aquel marzo de 2003 por razones sobradamente conocidas. Como lo ha tenido bonito Mas en Catalunya este pasado noviembre. Bondades de la alternancia política.
Post Scriptum: sin embargo, la alternancia forzada como consecuencia de la desesperación de los ciudadanos-votantes está destinada a desilusionar... y a fracasar. Fácil es para los aspirantes a políticos persuadir a los ciudadanos de un inminente mañana mejor cuando se encuentran estos sumidos en el valle de la desesperación, en que cualquier alternativa se ve necesariamente como clemente: uno no puede caer ya más abajo. Como es comprensible también la credulidad de los votantes, que fijan fetichistamente su necesidad de esperanza y de fe en el cambio político como efemérides festiva: revulsivo personal –al modo de la supersticiosa fe en el milagro de la lotería, renovada cada fin de año, y en tiempos de penuria aun más- y también revulsivo gregario. Pero tanto los unos como los otros se están engañando, a sí mismos y a los demás. Aunque claro está, eso a los políticos les importa más bien poco: nacieron ya cínicos. Con paro. Sin paro. Y todo lo contrario.
Ester Astudillo es filóloga, lingüista, traductora y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos).
uienes nos autodenominamos ‘feministas’ –ergo ‘de izquierdas’, o ‘progresistas’, aunque estos términos estén cada vez más denostados y vaciados de un significado puramente denotativo–, feministas digo sin especificar género, que de ambos -¿ambos?- géneros l@s hay; quienes nos cualificamos de tal, si además acarreamos un bagaje formativo-profesional llamémosle ‘académico’, hemos querido creer en una cierta linealidad del devenir histórico y social, sin duda atribuible a la visión historicista del marxismo imperante. El advenimiento del feminismo era pues inevitable –y era, además, razonable, entendido como justo, tanto como lo era para los marxistas la dictadura del proletariado. Sin embargo, la realidad y el paso de los años han acabado imponiéndose y demostrando que, fueran o no inevitables, ni uno ni otro eran en modo alguno ni en ningún caso definitivos, no ponían un punto final a la historia, ni en los términos que postuló Marx en el s. XIX, ni en los de Fukuyama en el s. XX.
El libro de Itzíar Ziga, entre otros muchos alegatos, viene a reírse de la caricatura del intelectual –por favor, léaseme el masculino como un genérico, no querría infestar este texto con barras -o/-a– del intelectual de izquierdas tópico y más al uso, o intelectual de despacho: serio, sesudo, articulado, erudito, infaliblemente coherente, pagado de sí mismo, verbalmente crítico con el sistema pero de facto integrado en sus estructuras de poder, acomodado –por no decir aburguesado. Los ideólogos del feminismo que han hecho Historia –con mayúsculas deliberadas– se incluyen sin ninguna duda en ese grupo. Ha habido desde los inicios de la modernidad una clara división del trabajo: el terreno de las ideas, para los intelectuales; el del activismo, para los políticos… y a partir del ocaso del s. XX yo añadiría que cada vez más para... los performers.
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Los intelectuales progresistas pretendían cambiar el mundo desde fuera, buscando un paradigma alternativo, invalidando las estructuras de poder y sus mecanismos de autoperpetuación; los performers, entre los cuales espero no errar en demasía si incluyo a Ziga, pretenden cambiar el sistema y los circuitos interpretativos desde dentro: no invalidando los procesos sino subvirtiendo su interpretación –y excuse el lector mi sesudo análisis, que me asigna sin apelación posible a uno de los dos grupos aquí descritos–: si no podemos sustituir un juego por otro… cambiemos al menos sus reglas, parecen gritar.
Este nuevo estilo de lucha guerrillera lleva ya décadas dejándose notar, y el rasgo común primordial en los diversos ‘movimientos’ que se han ido sucediendo en dicha guerrilla es una desviación del peso del discurso desde la ética en favor de la estética –espero no ofender a nadie ni parecer excesivamente banal. En definitiva, ha habido y hay cada vez más un desplazamiento de la lucha por el cambio –o la revolución–y contra la base misma del sistema desde el terreno de las ideas, en beneficio de la lucha de facto contra los mecanismos semióticos de interpretación de los sucesos que genera el sistema.
Desde mayo del ’68 no han cesado –aunque las bases se sentaran antes con Andy Warhol y la subsiguiente y a mi parecer bien llamada banalización e industrialización del arte– los movimientos contra-culturales que, fagocitados y reinterpretados por el sistema, no acaban siendo otra cosa sino modas: las flores, el hippismo, Californian surfing style, punks, grunge, sinister, dark, emo… La lucha contra el sistema ha dejado de ser un terreno reservado a los intelectuales, la elite que tiene –¿detenta? – la información y por tanto capaz de generar análisis comparativos y exhaustivos de verdad, argumentados, serios; la lucha progresista en los últimos 50 años, como el resto de sucesos sociales, arte incluido, se ha masificado y frivolizado, y hoy se reduce a la visibilización de la disconformidad propia con el ‘sistema’. Toda la pulsión generada por el malestar propio se concentra en la lucha del individuo contra la estética predominante o hegemónica, por usar un término connotado. Aunque todos los movimientos, para merecer tal epíteto, requieren de una cierta masa crítica, es decir, exigen la adhesión de individuos con determinadas características comunes al grupo, y una cierta solidaridad grupal.
El libro de Ziga a mi parecer encuadra perfectamente dentro de esta tipología de luchas anti-sistema: el solo título, apropiándose de ese tradicionalmente insultante perra, muestra su énfasis en la necesidad de una deconstrucción semántica del lenguaje y de los sucesos sociales más que en la necesidad de la abolición de dichos sucesos. Así, apela a la necesidad de desvirtuar el significado de puta, perra, haciendo de la etiqueta algo deseable en lugar de insultante o degradante.
El feminismo serio o intelectual pasó una etapa cierta en que preconizó la androginia (Simone de Beauvoir, El segundo sexo) como necesaria y deseable, ni siquiera como mal menor, sino como condición para acabar con la secular sumisión de lo femenino a lo masculino: se construyó como algo deseable la no-diferenciación morfológica; se construyeron como algo condenado a desaparecer las muestras nucleares de lo tradicionalmente femenino para todo el que pretendiera defender la causa de la igualdad sexual. Las modas unisex –modas al fin y al cabo– de los setenta son un buen ejemplo de ello.
En las últimas décadas en el feminismo serio ha habido un deslizamiento también en ese sentido, se ha repensado lo femenino desde una óptica de igualdad legal haciendo énfasis en la necesaria salvaguarda de las diferencias morfológicas y demás diferencias asociadas: la causa de la igualdad sexual no pasa ya por la uniformización sino por la equiparación de derechos manteniendo y visibilizando las diferencias inter-género, otorgándoles un cierto valor añadido y progresivamente en auge (Helen Fisher, El primer sexo, Taurus 1999).
El feminismo de Ziga va más allá, oponiéndose frontalmente al feminismo intelectual y reivindicando el activismo frívolo (performance), que se mofa del paradigma de lucha política intelectual, argumentativa, cohesionada, coherente y explicativa, en definitiva, moderna: aboga por una apropiación, desde un novísimo feminismo, de los símbolos nucleares de la feminidad para defender la hiperfeminidad formal y el eclecticismo estético con un significado... subvertido. Defiende la construcción de la feminidad a partir de la reinterpretación de la formas tradicionales (el color rosa, las faldas, el maquillaje, los ornamentos, las joyas), con un resultado final posmoderno: la deconstrucción de las fronteras de género, la abolición de la oposición tradicional masculino-femenino, y la disociación de lo masculino y femenino, respectivamente, respecto de la dotación cromosómica y la genitalidad: el sexo, o género, como prefieren llamarlo l@s nuev@s feministas, es autoconstruido y autoasignado, e independiente del signo de los genitales –que al final y al cabo, siempre son mutilables/reconstruibles. El género así se reduce casi más a una actitud o una pose que a ninguna otra cosa.
Este novísimo feminismo es cada vez menos político y ciertamente más estético, desvinculado de la lucha política progresista global que busca –tal vez mejor en pretérito, buscaba– un cambio radical en el sistema y un mejoramiento de las condiciones de vida extensible a todos. El feminismo de guerrilla apunta sólo a la superficie y se ha convertido en un fin en sí mismo, reducido a lo que yo llamo espectáculo de provocación, o a la espectacularización del sexo. No deja de sorprenderme el tufillo algo más que anecdótico a cierta heterofobia en este nuevo discurso que aboga por la hiperfeminidad con una finalidad invertida. No son una ni dos ni tres las activistas de este nuevo feminismo que refieren experiencias traumáticas tempranas con hombres, generalmente con la figura del padre. Pero no voy a hacer de este dato el centro de mi crítica, que, siguiendo la tradición de la modernidad, pretende ser intelectual, coherente y explicativa.
Una de las características que me solivianta de esta corriente es el aparcelamiento a que se ha visto sometido el pensamiento progresista o tradicionalmente de izquierdas: divide y vencerás, parecen frotarse las manos los derechistas de toda la vida. La izquierda cuarteada, como en la guerra civil, cada uno con su batalla personal: feminismo por un lado, anti-racismo por otro, nacionalismo por allá... Aun así, este dato es también anecdótico, de naturaleza poco más que pragmática, de forma que tampoco responde al núcleo de la mi postura crítica.
Mi principal argumento, el de más peso –al menos en cuanto a ideario– es el esteticismo que impregna todo el edificio sobre el que se construye este nuevo feminismo. Hay una preocupación a mi parecer excesiva por lo que se muestra más que por lo que se es, o mejor, se pretende hacer de lo que se muestra y de la interpretación que un tercero haga de ello el núcleo del discurso feminista. Es una especie de exhibicionismo incontestable, acompañado de una constante apelación a la subversión del significado de lo que se muestra. Pero es precisamente este necesario recurrir a la imagen, esta abogacía a una connivencia cómplice entre quien provoca y quien interpreta –rectamente o no, y léase rectamente como más apetezca- el objeto principal de mi crítica. Porque, en el fondo, tan deconstruible es un sistema de interpretación semiótica –el tradicional– como otro –el posmoderno.
Este nuevo feminismo no parece preocuparse de otra cosa más que de la simbología de lo femenino, bien para reafirmarse un@ mismo@ en su etiqueta sexual autoasignada, bien para mostrar y hacer explícita a un tercero dicha etiqueta: parece que su principal preocupación fuera conseguir autodefinirse como mujer, pero como una mujer nueva, que rompe con todos los tópicos tradicionalmente asociados a la feminidad, a quien no se le caen los anillos por yuxtaponer, por ejemplo, engarces de oro con atavío putero. Y eso sería bueno si no fuera la forma y el fondo del pretendido mensaje liberador, si no redujera todo lo que tiene de revolucionario a un ataque a la superficie de lo que significa ser mujer.
Hay en este discurso una increíble proliferación de epítetos: mariconas, transexuales, bolleras, camioneros... De nuevo, y ya de paso, divide y vencerás... Porque esta batalla que las nuevas feministas presentan como alternativa es en realidad una lucha estéril, al menos políticamente estéril, porque sólo hace de las formas su objeto de crítica, no ataca la raíz del problema, el fondo. Para la inmensa mayoría de mujeres, se autoasignen la etiqueta de género que se autoasignen, la problematicidad de su condición de mujer no tiene nada que ver con si prefieren las parejas a los tríos (o viceversa), si les ponen más las mujeres o los hombres, si les gusta más la penetración vaginal o la anal, si sus orgasmos son clitoridianos o vaginales, sin son o no multiorgásmicas, o si a lo largo de su vida han tenido tres parejas sexuales o varias centenas.
Encarar la lucha sexual así es un error, es casi subversivo, y les hace un flaco favor a las mujeres del futuro, porque es reduccionista, esteticista y epidérmica. A mi entender es perverso reducir lo que se ha entendido y se entiende extensamente por feminismo a eso. Aunque, claro está, para Ziga y sus perras yo no soy más que una de las integrantes del grupo de feministas moralistas, unas estrechas que hemos renunciado al hedonismo de pasarlo bien y del todo vale. Este nuevo feminismo no es, desde mi punto de vista, sino una caricatura del feminismo secular, y el modelo de mujer que propugnan no es otra cosa que, así mismo, caricaturesco.
Ester Astudillo es filóloga, lingüista, traductora y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos).
En un breve artículo sobre poesía, leí ayer un
titular que me soliviantó: ‘La poesía como bálsamo’. En él, como se
adivina, la
autora, académica docente –apuesto que no poeta-, define la poesía como
‘bálsamo’
para calmar en el lector emociones ‘nocivas’ y hacer resurgir en él
otras
agradables, y defiende el rol ‘clásico’ de la poesía como vía para
despertar en
el lector emociones ‘compartidas’ con el autor, prescindiendo
necesariamente
del ejercicio de la ‘razón’, elemento crítico en cambio –dice- para
desentrañar
textos filosóficos.
En
efecto, ese es el papel, no sé si clásico pero
seguro que sí tópico, que se le atribuye a la poesía, despojándola de
cualquier
otra función ‘reformista’ o, si se prefiere, ‘revolucionaria’ a nivel
social y
político. O más radicalmente aun, esa visión de la poesía encaja con la
reducción típicamente burguesa del arte a un mero objeto estético: arte
como instrumento
de socialización y/o uniformización y, a lo sumo, divertimento
para las clases más cultivadas.
No voy a extenderme sobre si tal reduccionismo
esconde una cierta mala fe, ni a hacer un panfleto revolucionario
–llegué tarde.
Pero sí quiero denunciar la naiveté
de dichos postulados. Primero porque quien escribe poesía, y yo lo hago,
sabe
que en primer lugar se escribe para uno mismo; la función primaria de la
poesía
entonces quizá sea la catarsis, y como es sabido, toda catarsis obedece a
un
proceso de ‘desorganización’ o de ‘crisis’; nada más lejos, pues, del
concepto
de ‘bálsamo’.
Noblesse
oblige además
a hacer hincapié en
el error manifiesto de pretender que la poesía se deba leer sólo con el
‘corazón’
dejando la razón a un lado. Ese fue el error de Descartes, padre de la
moderna
concepción dual -y falsa- del ser humano: alma vs. cuerpo, razón vs.
emoción.
No es Damasio
el único que ha desmontado ese mito, tan ingenuo como
demostradamente nocivo, ni son sólo la medicina o la psicología los
ámbitos que
deben reinventarse, pues, al ser humano. Cualquiera que lea poesía, y yo
lo hago,
sabe que el conocimiento y la razón no solamente no son un estorbo para
el
disfrute poético, sino aliados imprescindibles para desentrañar las
intencionadas imágenes y metáforas que el poeta ha colocado allí
deliberadamente y para captar el mensaje último y deliberado del texto.
Ester Astudillo es filóloga, lingüista,
traductora
y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos).